Los perros humanos de Simak: una apuesta por la compasión del cosmos

Por Adán Medellín (@AdánMedellin)

Aunque fue apenas el Tercer Grand Master nombrado por la Science Fiction and Fantasy Writers of America (SFWA) en 1977, y ganó tres Premios Hugo, un Nebula y un Locus Award durante su carrera autoral, Clifford D. Simak (1904-1988) no suele estar en el primer aliento de nombres cuando hablamos de la Era Dorada de la Ciencia Ficción. A veces, ni siquiera en el segundo. Esa sensación de relegado quizá encaje con la proverbial modestia del escritor estadounidense (“Me gustan los perdedores”, dijo una vez respondiendo a las críticas de un editor que le reprochaba la falta de héroes en sus historias), y que confirmaban sobre él sus contemporáneos, incluido uno de sus amigos y admiradores más famosos, Isaac Asimov.

Simak nació en Milville, Wisconsin, un pequeño pueblo del Medio Oeste y decía que su principal afición era pescar durante horas inmóvil en una lancha. Se desempeñó durante décadas como periodista y editor en un diario de Minneapolis, mientras emprendía una carrera como autor de ciencia ficción publicando sus primeros cuentos en revistas desde 1931. Amante del ajedrez, coleccionista de timbres y cuidador de rosas (su flor favorita), Simak estuvo casado toda su vida con la misma mujer y fue padre de dos hijos.

Estos hechos sencillos pueden encasillar a Simak como un hombre doméstico y sin grandes turbulencias vitales, pero es preciso decir que legó desde la claridad de su estilo, la amenidad de sus tramas y la fecundidad de su pluma (con más de una treintena de novelas), historias sencillas que amarían y leerían con entusiasmo algunos de sus sucesores más notables, como Brian W. Aldiss, quien escribió en su prólogo a la antología Galactic Empires al respecto:

Hubo un tiempo en que Simak fue el autor favorito de todos. Una historia de Simak era inconfundible. Cuando todos los demás aparecieron para describir héroes grandes y duros que salían y castigaban a las razas alienígenas, Simak te contaba sobre su pequeño y viejo terrícola sentado en su veranda, mordisqueando un palito, cuando aparece un tipo verde. El tipo verde tiene una máquina grande y extraña que cayó de los cielos. Los dos se ponen a platicar y el pequeño y viejo terrícola toma una lata de aceite y arregla la máquina grande y extraña del tipo verde, y a cambio de ello, el tipo verde hace que la cosecha del pequeño y viejo terrícola crezca con mejor apariencia que la de su vecino.

El Gran Clifford D. Simak, un tipo sencillo, que le apostó a la compasión cósmica

Las palabras de Aldiss resumen las coordenadas generales de la estética de Simak. Hombres comunes en pueblos perdidos del Medio Oeste que se topan por azar con representantes de civilizaciones extraterrestres, así como con máquinas o conceptos sobre el tiempo y el espacio que son incapaces de comprender, ni siquiera luego de vivir sus peculiares experiencias. Intuyen algo, una realidad paralela o simultánea a la que le dan vueltas en la intimidad de sus mentes, pero no se desviven en verbalizarla.

Acaso uno de los trabajos más conocidos de Simak para los lectores hispanohablantes sea City (1952), traducido como Ciudad por Editorial Minotauro en 1957. Originalmente fue una serie de relatos interconectados que se publicó en la revista Astounding entre 1944 y 1951; al convertirlas en libro, Simak añadió notas introductorias a cada relato en voz de un narrador externo para dotar de unidad novelística al conjunto.

El primer rasgo sobresaliente de Ciudad es la elección de la voz narrativa: una serie de perros que cuentan un cuerpo de leyendas, historias, mitos y sucesos sobre el declive de una misteriosa raza que los precedió en el tiempo: los seres humanos. Pese a los diversos enfoques de la ciencia ficción, en la década de los 40 escaseaban novelas que emplearan como protagonistas a los perros (u otros animales), con la notable excepción de Sirio, de Olaf Stapledon (1944).

Ciudad nos muestra un mundo posible con perros dotados de la capacidad de hablar, pensar y comunicarse gracias a los experimentos lingüísticos llevados a cabo en el seno de la familia Webster, a los cuales se agregan las capacidades psíquicas que los canes han desarrollado durante su evolución. El debate sobre la existencia humana abunda en los comentarios que introducen cada historia, amén de señalar los absurdos valores e inconsistentes comportamientos de esos seres bípedos, extraños y míticos, sumidos en el olvido y la lejanía cronológica.

Ciudad, 1971

Sin sumergirse en la ciencia ficción dura, los relatos de Ciudad se centran en el legado de preservación cultural que los humanos dejan en los perros como nuevos encargados del planeta, una vez que los hombres y las mujeres parten masivamente a Júpiter. “Si no fuera por el lenguaje y las manos, los perros serían hombres, y los hombres, perros”, dirá el viejo Thomas Webster. También destaca como hilo conductor la presencia leal del robot mayordomo Jenkins, memoria viva y único puente de contacto milenario entre los descendientes de los perros y los humanos. 

Ciudad arranca el relato de la desaparición humana en la Tierra haciéndolo coincidir con problemas de los años 40, cuyas desastrosas consecuencias se prolongan hasta nuestros días. Por ejemplo, la expansión urbana y suburbana que modificó la traza espacial, social y económica de Estados Unidos se refleja en el relato homónimo que abre el volumen, donde las ciudades se han convertido en espacios obsoletos y fantasmales, invadidas por un puñado de marginales que se niegan a abandonarlas en vez de disfrutar de los beneficios del ocio y los alimentos hidropónicos.

“Encierro” nos mostrará el giro trágico que significa perder la posibilidad de transformar las ideas de nuestra civilización porque uno de los miembros del clan Webster no puede vencer su agorafobia para acudir a la cita con Juwain, el más brillante filósofo marciano que ha existido. Otro momento de falta de cooperación entre razas se verá en “Censo”, que narra el inesperado encuentro entre el censista Richard Grant -que investiga y trata de comprender los cambios del comportamiento humano-, y el mutante Joe, quien pese a sus poderes casi divinos se negará cínicamente a apoyar a los nuestros en su desarrollo, eligiendo a las hormigas para crear conjuntos de organismos súper evolucionados y amenazantes para el planeta.

Otro elemento relevante en Ciudad es su abordaje de la evolución biológica y la posibilidad del desarrollo de la inteligencia de las distintas especies (otro par de temáticas que hermanarían la obra de Stapledon y la de Simak). “Deserción” aborda los experimentos de Kent Fowler, un jefe de la Comisión de Reconocimiento de Júpiter, para convertirse junto a su perro Towser en dos seres de apariencia joviana que permitan el acceso humano a los recursos del planeta más grande del Sistema Solar. En historias como ésta, el “prologuista” de los cuentos de Ciudad muestra la ambición y esa suerte de hybris que condena a la raza terrestre a querer trascender sus límites en ambientes que le son ajenos:

Sabe muy bien que el hombre, tal como es, no puede desafiar a Júpiter. La única solución es convertir a los hombres en algo que se adapte al planeta. Hemos hecho lo mismo en otros mundos. Si mueren unos pocos hombres, pero al fin tenemos éxito, el precio no será excesivo. En todas las edades los hombres han dado la vida por razones tontas. ¿Por qué habremos de titubear, entonces, por unos pocos muertos ante algo tan grande?

Mientras en estas líneas resuenan los protocolos experimentales de la época, el gran descubrimiento de Fowler y Towser al tomar la forma de los habitantes de Júpiter es la apertura al uso total de las facultades cerebrales y el descubrimiento profundo de la belleza y la mecánica de las cosas que los rodean. En “Paraíso”, el regreso solitario de Fowler a su cuerpo terrestre con el fin de expandir el evangelio joviano sólo traerá desconcierto y desconfianza entre sus pares humanos, que lo verán como una amenaza que debe ser silenciada. Y es que aunque la evolución biológica y el progreso intelectual sean una realidad alcanzable en Ciudad, su logro provoca incomunicación entre estos entes evolucionados y los hombres y perros comunes, que se debaten ante la elección “de una vida intensa luego de una existencia adormilada”.

La “falta de estabilidad”, los “medios de comunicación limitados” y la desorientación existencial humana confirman para el narrador que los hombres (las mujeres están casi borradas en Ciudad), sólo pueden ser un producto de la fantasía de sus antepasados perrunos. La clave filosófica del marciano Juwain que adelanta en milenios el progreso humano radica en la unión de mentes -entre la voluntad grupal, la telepatía y la búsqueda de aceptación social-, un hecho que provoca el progreso conjunto, pero también los condena a abandonar la Tierra.

Porque la especie humana, al potenciar sus facultades, no buscará la sabiduría, sino el poder y la gloria. Se exiliarán a Júpiter dejando un último remanente nostálgico en Ginebra, la urbe humana postrera, con descendientes que escribirán libros que nadie leerá bajo soles y lunes sintéticos. ¿Cómo es un planeta Tierra con apenas un puñado de hombres y mujeres dormidos en un largo Sueño de Ilusiones? Una sociedad idílica y sin violencia, de hermandad entre los animales, liderada por perros refinados y cultos, nuevos administradores de la creación apoyados en las tareas mecánicas por los robots, que contarán historias al calor del fuego sobre esos dioses arruinados que fueron los hombres.

Como descubre el robot Jenkins y los perros que protagonizan los últimos cuentos, en esos hombres legendarios (ahora llamados “websters”, por aquella familia mítica que legó sus conocimientos a los canes), late la increíble capacidad de invención y resistencia a las dificultades, pero también el instinto del crimen y la destrucción. Para los robots, encargados de conservar la memoria de las antiguas gestas entre humanos y perros, los hombres son la respuesta a la nueva amenaza de las hormigas súper desarrolladas, pero también el problema más grande para la concordia en el sistema planetario.

Sobre todo, he escrito de una manera tranquila; hay poca violencia en mi trabajo. Mi enfoque ha sido en la gente, no en los eventos. He dejado con más frecuencia una nota esperanzadora… He intentado manifestarme, en ocasiones, por la decencia, la compasión y el entendimiento, no sólo en lo humano, sino en un sentido cósmico

Clifford D. Simak

Tener a los hombres en la Tierra significa lidiar con su problemática naturaleza, su ambición y su doble moral. Pero también sufrir el hueco que han dejado en un mundo de animales que parece reclamarlos con nostalgia por medio de sus milenarias leyendas. ¿Es la humanidad un conjunto de dioses, de seres caídos, de figuras míticas que alimentan cuentos para soñar o pasar el tiempo frente al fuego? ¿Son sólo una raza estorbosa y violenta? ¿Sería posible otro camino para la Tierra, conservando a la especie humana, pero manteniendo esa armonía aparente que se ha encontrado en un planeta sin ellos?

Esas preguntas quedan en el aire tras leer estas historias abiertas, narradas en una prosa lírica, repetitiva e imaginativa con un halo de candidez y reflexiones éticas. Lo de Simak no son grandes batallas interestelares ni sagas imperiales, sino una delicada expresión narrativa que pone en contacto mundos distintos donde alternadamente se enciende y se apaga la llama del conocimiento y la compasión entre especies.

La visión de Simak en Ciudad mantiene a los robots y las máquinas como presencias serviciales, retratándolos como vestigios culturales y artefactos memoriosos que cuentan nostálgicamente la historia de la humanidad, a no ser por unos pocos robots rebeldes, que siguen indiferentes los pasos del desarrollo humano por mera imitación de sus creadores. No hay aún amenazas, tests de empatía, voluntad robótica, ni poderosas inteligencias artificiales que dominen ni condicionen las relaciones ni los hábitos.

Simak escribió alguna vez en el prefacio de Skirmish (1977), una reunión de sus relatos que vería la luz en los últimos años de su vida: “”. Bajo la amenidad y la sencillez de las historias de Clifford D. Simak, subsiste el encuentro inspirador o amenazante con la otredad y los destinos posibles más allá de nuestro mundo conocido.

*Adán Medellín es escritor y periodista mexicano ganador de diversos premios como el Bellas Artes de Cuento 2017 (hoy Premio Amparo Dávila) por Blues Vagabundo, el Premio Nacional de Novela Élmer Mendoza 2019 por Acéldama y el premio Bellas Artes de Ensayo Literario José Revueltas 2019, por El cielo trepanado. Sobre Hospital Británico de Héctor Viel Temperley. También ha sido galardonado con el Premio Nacional de Cuento Sueño de Asterión 2013 por “El Canto Circular”, y con el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo 2019 por “Tiburones”. Puedes seguirlo en sus redes en Twitter (@adan_medellin) y Facebook (Adán Medellín).